Leí un cuento y me levanté a lavarme la cara


    Eran las 1:55 AM y me levanté al baño para lavarme la cara. Una vez vi una serie en donde el personaje principal lloraba abajo de la ducha (vestido y todo) para que la cara no le quede roja y paspada. A mí siempre me queda la cara roja y siempre lloro, me paspo la cara. Soy de piscis como Daniel/Leonel, el personaje de Brenda Navarro y a diario tiendo a ser perdida en los lugares a los que voy como si la gente a la cual le importo tuviera la certeza de que yo voy a encontrar la manera de volver aunque tenga mala memoria.

    Tengo los ojos empañados de leer sobre la muerte, y me recuerdo a mí misma que de la muerte y del amor no sé nada. Nunca lloro por nada, siempre hay un motivo, un nombre y un apellido. “Todas las muertes son el presente”, “Todas las muertes siguen ocurriendo hoy”dice el cuento de Cuántos de los tuyos han muerto de F. Ruiz Sosa. Ya el cuento anterior me había dejado el corazón rengueando, pero estas palabras entraron a mi corazón como una daga.



 La vida pasa y la muerte es la única certeza ¿Por qué la anticipo? Va a pasar, me digo y enseguida me hago callar ¿Por qué no vivo y dejo de sentir que la muerte anda buscándonos?


Y página a página el cuento se hacía mi vida y ya no podía separar la ficción de mi realidad ¿La abuela está bien?, el otro día cuando ella se cayó no la escuché. Después le pregunté —abuela ¿Qué pasó? —no sé mija se me apagó la tele. Y yo estaba cursando y ella estaba al lado, se supone que debería saber que la piel es frágil, que los años pasan, que yo soy joven y ella dejó su juventud para criar a la persona a la cual yo le saqué la suya.


La abuela sabe que la amo, pero nunca se lo digo.


Y la puta madre, yo lloro. Porque siento que me voy a arrepentir, pero no se lo digo porque siento que sería aceptar que algún día me va a dejar. Y a mí la muerte me sienta fatal cuando anda cerca le escapo. Que hoy estamos mañana no sabemos, que la vida es un paso previo a la muerte, que creer que la gente no se muere es mentira. Que estoy grande. Ya no me van a dejar ir una sola hora a los velorios… que tendré que ser la que acompaña al lado de la puerta saludando a viejos que hace 26 años no veo. Tengo 26 años.



Que estoy hablando de la muerte y mañana me levanto y la veo. Hoy mi abuela me hizo buñuelos en aceite porque no como carne porque no soporto la muerte. Tengo atravesada en la garganta las palabras, las últimas que le diría, pero aceptar que llegará el día me paraliza. Mi abuela no puede morir, que no llegue el día y que esas palabras nunca se digan.

—Que nunca se digan.


Es domingo me fui de casa y hace días que no como con ella. Que me hizo buñuelos en aceite, porque no como carne, porque no soporto la muerte de nada, de nadie. Mi abuela se olvida las cosas a diario y cuando se enoja siempre pide perdón. Ella era más alta que yo, pero ahora la abrazo con tanta sensación de que se va a desintegrar en mis manos que no lo tolero.

 La vida pasa y la muerte es la única certeza ¿Por qué la anticipo? Va a pasar, me digo y enseguida me hago callar ¿Por qué no vivo y dejo de sentir que la muerte anda buscándonos?


La estás matando, podrán decirme, pero si no escribía esto me iba a dormir con un nudo. Si se muere ella, muere una parte de mí y además en todo caso le estaría alargando la vida, equisde.

 Esta vida que compartí con ella, que si se va no será más presente ni futuro. En el momento en el que  se vaya y me deje llorando, mi vida va a ser pasado. Mis buñuelos dejarán de ser en aceite porque nadie se va a tomar esa molestia porque acá dicen que la grasa es más sana que la gente vegetariana molesta.


Hay tantas cosas por las cuales llorar y yo anticipo la muerte.


Y el cuento me habla de una abuela en un sillón mirando a la nada y yo confundo ficción y realidad y me pregunto si mi abuela descansa después de haber vuelto la semana pasada del hospital. Ya no recuerdo la voz de la otra abuela que me crio, tengo vagos recuerdos de comida y algunas visiones, pero no puedo soportar el dolor de estar hecha de muertas ¿Tres madres me criaron una sola, me verá entrar por esa puerta por el resto de mi vida?

Es demasiado dolorosa la memoria y a la vez es el regalo más preciado que tiene la gente, pero yo no puedo construir muchos recuerdos, por eso escribo. Mis recuerdos son las palabras que quedan de testigos.






Dejé de ir a ver a mi abuela-muerta cuando ella estaba en una camilla viva y yo la sentía fría al tocar sus rodillas que antes eran movimiento. No quería recordar así a la mujer que prendía la luz de la calle con un palo a los guachazos. Milanesas con porotos y flan, alfajores triples, empanadas de polenta, alpargatas que se arrastran, amor. Y yo, pequeña gurisa egoísta, en los últimos meses de su larga peripecia a las puertas del cielo (que yo no creo en dioses, pero no quiero decir abono de gusanos) le escapé a hablar de la muerte.


Y llegó un martes de Historia con Javier y mamá, no podía hacer que yo baje las escaleras de la Técnica. Esos meses desaparecí y ojalá la Ita no se acordará de nadie, ojalá haya estado en un largo sueño de su juventud, pero no cuando una máquina de triturar maíz se llevó uno de los dedos de su mano, sino cuando sacaba una gallina de su corral, la descogotaba y se la pasaba a unos vecinos que no tenían nada para comer. Ella no soportaba ver gente pasar hambre, no lo soportó jamás. Y de eso me acuerdo porque me lo contó mi hermana, ella tiene el don de las voces en su cabeza y las historias pasadas. Yo los dedos rápidos y las oraciones acumuladas.


Me repito que no quiero estar hecha de muertas, que odio la muerte y que para todas las personas que amo deseo la vida y que me vaya yo, pero otra más no soportaría. Y viene este cuento y me destroza. 

Y me estruja como trapo de cocina mojado después de lavar los platos en un almuerzo familiar en donde la abuela hizo fideos caseros y se quejó de que antes le salían mejor, que cuando podía cocinar parada amasaba más. 


Leí en ese cuento que el narrador decía “qué difícil es comprender ese vergonzoso ideal de heroicidad que se le atribuye a la vejez”.


Y pienso que soy una gurisa egoísta.


Y que tuvo que venir un cuento escrito por un mexicano que me dejó hacerle preguntas en un seminario de la Cologne Summer School de la Universidad de Colonia de Alemania para recordarme que le digo poco, que la amo, que tengo un poema guardado y que se acumulan.

Que mis palabras salen en la primavera de mi vida, pero que no se las doy porque dárselas es aceptar que se va a ir y en ese instante en el que yo dudo para mí vive hasta que yo estoy canosa y le presento a la persona a la cual yo le daré todo mi amor: acá está la Tere.


Mi abuela: Esa mujer a la que hasta el día de hoy nunca le dije que la amaba porque no quería que se fuera. 

Mi abuela: La primera persona a la que voy a abrazar mañana y cambiando el orden habitual de mis pensamientos le voy a decir que la amo y que cada día para siempre el amor para mí va a ser sinónimo de ella porque hay tantas cosas por las cuales llorar y yo anticipo la muerte. 


El narrador también decía que su madre le había advertido que todo podía desaparecer en un futuro sin nombre. Pero todo por lo que yo lloro tiene nombre y apellido.


Y pienso que aunque soy una gurisa egoísta porque de lágrimas nunca ahorro, pero de palabras en voz alta me he guardado demasiadas si anticipo la muerte no me quiero arrepentir de nada. Que amo a mi abuela y a partir de mañana aunque se desintegre en mis manos como polvo de hadas le voy a cumplir cada palabra que me pida y que quede grabado en tinta para el pesar de mi mala memoria voy a hacer el esfuerzo por documentar cada momento y seguir escribiendo nuestra historia.

   


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